Romántica sin remedio, apenas escribo la palabra despensa, fresquera, alacena, me imagino una hermosa casa de campo con todos esos huecos de almacenaje llenos de ricas viandas.
Veo huevos frescos de gallinas que picotean en libertad a primera hora de la mañana…
Veo mermeladas y compotas por doquier, de todas las frutas y verduras del huerto que fuimos recolectando durante el año y que, aunque hemos regalado tanto, su efusividad nos obligó a cocinarlas, como la rica carne de membrillo con mucho clavo y canela.
Veo tomates y tomates y ristras de ajos y pepinos y litros de gazpacho fresquito para beber.
Una buena pata de jamón no podía faltar como esos ricos quesos curados de la sierra.
No sólo veo sino que huelo y me retrotraigo a mi infancia y a la despensa de mi abuela con la que tanto tiempo pasé.
Ese gusto por los buenos alimentos y la cocina que ella tenía fue uno de mis legados más preciosos.
Algo que he valorado con los años y que me ha acercado tanto a esa forma de dar afecto…
Ella misma iba a comprar, era una escudriñadora de la excelencia, imbatible, y conocida y apreciada por todos los comerciantes que guardaban siempre lo mejor para doña Ana.
Algo que no había en la despensa de mi abuela eran los aceites de La Cultivada.
Ella habría «matado» por tenerlos y habría valorado y celebrado su calidad como nadie.
Habría aprendido las diferencias entre cada variedad y se habría esmerado en los maridajes con sus platos.
Igual que mi memoria no puede subsistir sin el amor y el legado de mi abuela Ana, no puedo pasar el verano sin mi despensa repleta de oro líquido…
Elena Vecino
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